#ElPerúQueQueremos

Dos.

Una historia de amor por el Día de San Valentín. De esos amores que poco a poco se van extinguiendo.

Contigo aprendí que yo nací el día que te conocí.

Armando Manzanero.

Publicado: 2014-02-14

Su frente estaba arrugada, envejecida con los rulos canosos. Las ojeras eran grandes, llenas de trasnochadas y sabiduría. Sus manos arrugadas eran señal de sus sacrificios, de esas noches que lo acarició con amor antes de dormir. Su cadera ancha y su vientre cansado, sus piernas que una vez fueron lisas y elegantes, hoy están cansadas y con várices. Sus senos caídos de tanto dar de lactar complementaban perfectamente un pecho pecoso y arrugado, con un cuello ajado y limpio. La vitalidad se había ido, la energía consiguió visa y jamás regresó, los años pasaron y la vida se postró en una cama, con un balón de oxígeno. Pero a pesar de todo ello, Antonieta jamás perdió esos brillosos ojos marrones, que enamoraron a Francisco hace más de medio siglo. 

Era 1942, Manuel Prado había firmado el Protocolo de Río de Janeiro, nadie hablaba de otra cosa. ¡El Perú está cambiando! Pero no cambiaba mucho para un joven que lo había perdido todo. Su padre había fallecido recientemente de una extraña enfermedad a la piel que le causaba muchos dolores, y al ser el mayor y el único hombre de cuatro hermanos, era su deber trabajar. Por eso Francisco Gutiérrez Risco, de dieciséis años, paseaba por las calles aledañas a la calle Lima y Buenos Aires empujando a punta de pedales una carretilla con dos barriles llenos de leche fresa que compraba a las afueras del Callao. Mientras todos sus amigos se preparaban para sus entrevistas en la Universidad de Ingeniería o en la San Marcos, Francisco paseaba toda la mañana en su carretilla, bajo el sol inclemente de una ciudad portuaria. A veces se detenía a jugar un partido en la calle Zepita, con “El Loco” Marquina, “la vaca” Toledo y su hermano Alfredo, que era tan feo que no tenía apodo. Después del partido paseaban por la plaza central de la calle Lima, molestando a unos cuantos ancianos sentados en la bien llamada “Plaza de los Pájaros Muertos”, y los días martes, sin falta, se sentaba a ver, libidinosamente, como la llamada loca Martina se bañaba completamente desnuda en la fuente principal de dicha plaza.

Justo fue un martes que todo cambió. Francisco se encontraba por el mercado, llegando a la Plaza de los Pájaros Muertos a ver a la bella loca Martina. Un hombre de traje se le acercó, le dio dos billetes con la cara de Bolognesi y lo mandó a la calle Montesuma, donde tendría que ubicar una casa de color celeste con dos arbolitos enanos plantados en plena acera.

Al llegar se dio con la sorpresa que había cuatro casas completamente idénticas, no solo en estructura, sino en color y hasta el detalle de los arbolitos. Entre su confusión vio salir a una joven de rizos negros decorados bellamente con una flor, los labios rojos, una blusa de flores y una falda recta hasta las rodillas, de color rosado. Tenía unos ojitos marrones brillosos. Francisco se acercó y le ofreció leche. Buena fue su sorpresa al descubrir que el señor de traje era el padre de esta hermosa muchacha.

Desde ese día, la casa de Antonieta era decorada fielmente a las siete de la mañana con dos botellas de leche fresca. Desde ese día, Antonieta y Francisco fueron inseparables. Él terminaba de trabajar y la buscaba, la llevaba al cine Porteño a ver las mejores y últimas películas de Pedro Infante y Jorge Negrete. Antonieta le tejía hermosas chalinas y chompas, que Francisco usaba a regañadientes en los días de verano. Francisco le enseñó a bailar tango, Antonieta le enseñó a cantarlo. Ambos se enseñaron a amar.

Y seguían juntos, después 71 años, después de siete hijos, trece nietos y ocho bisnietos. Seguían juntos, ahora los dos en una misma cama, compartiendo como eternos enamorados un balón de oxígeno, viviendo alegres los pocos segundos que tal vez le quedan.

- Te amo Francisco.

- Yo también te amo, Antonieta.

No bastaban más palabras, las miradas ya lo explicaban todo. Ella osteoporosis, él diabetes. Ella alzhéimer, él cataratas. Él de 1926, ella de 1925. Él con el miedo de irse y dejarla. Ella con el miedo de irse y dejarlo. Pero ambos, cada vez que se miraban mutuamente, volvían a sentir lo mismo que sintieron aquella mañana de 1942. Ese día se firmó el protocolo de Río, y ellos firmaron su amor.


Escrito por

David Guzmán M.

Correveidile.


Publicado en

Bastardo sin gloria

Coso raro. Carreta. Patita. Chuchumeco. Otras palabras que usaban mis abuelos.